23 de abril de 2016

EL MANDAMIENTO DEL RESUCITADO


Reflexión homilética para el VI Domingo de Pascua, ciclo C
*        Hoy los Hechos de los apóstoles nos presentan el esfuerzo misionero de la Iglesia primitiva para evangelizar.
Los protagonistas son Pablo y Bernabé que hacen un largo recorrido.
Es bueno conocer el tema de su predicación.
Insisten sobre todo en que “perseveren en la fe” y en hacerles ver que, como prometió Jesús, “hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios”.
Es lo de siempre; nos cuesta reconocerlo, pero el camino de Jesús y de nosotros, que somos los suyos, es siempre la cruz.
¿Qué hacían Pablo y Bernabé en las iglesias que visitaban?
Nombraban presbíteros, oraban, ayunaban y los dejaban en las manos de Dios.
Otra hermosa enseñanza es que al regresar a Antioquía, comunidad de la que habían salido a la misión, “reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe”.
Compartir las maravillas que Dios hace con los misioneros es importante para ellos mismos y para los que quedaron en oración.
Tengamos en cuenta que siempre la que evangeliza es toda la comunidad.
*        Continuamos con el Apocalipsis.
Después de contar todas las luchas entre el bien y el mal, hoy la liturgia nos ofrece la novedad ya definitiva.
El mar, morada de la serpiente y símbolo del mal desapareció, lo mismo que la Babilonia llena de pecado.
El Cordero, Jesús, triunfó y la Esposa le sale al encuentro.
El párrafo nos dice:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”. Se acabó el tiempo de la lucha y del dolor y llega la nueva Jerusalén. Es la “Esposa” que personifica a la Iglesia. Viene bellísima para agradar a Cristo el Esposo.
¿Qué sucederá entonces?
“Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios.
Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor porque el primer mundo ha pasado”.
Y Dios hace una alianza nueva y definitiva. Por eso “el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo”.
No olvidemos que la novedad, que tanto nos gusta a todos, es característica de la grandeza de Dios.
*        El salmo responsorial
Con el salmo 144 alabamos a la Santísima Trinidad, tanto por las maravillas de la misión de Pablo y Bernabé, como por la seguridad que nos da el Apocalipsis sobre la glorificación de la Iglesia:
“Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío mi Rey”.
Una vez más unámonos al gran pensamiento de este Año Santo de la Misericordia y pensemos en la definición que tantas veces Dios da de sí mismo en el Antiguo Testamento:
“El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”.
*        El aleluya nos recuerda el “nuevo mandamiento” que viene a unirse a la novedad del Reino de Dios donde todas las cosas son nuevas.
Lógicamente, el amor que es el motor de los humanos, también tiene que ser nuevo. Ya no es el del Antiguo Testamento “amar al prójimo como a ti mismo” sino que trae la novedad que ha puesto Jesús: “como yo os he amado”.
Desde ahora Jesucristo es la medida del amor entre sus discípulos.
*        El Evangelio nos lleva a la última cena, pero no se trata de anunciarnos la muerte y el sufrimiento sino para que nos fijemos en la glorificación que pide el mismo Jesucristo al Padre.
En el momento que sale Judas cargando en las entrañas la noche de su pecado, el corazón de Cristo se esponja y nos habla, aunque brevemente, de dos temas:
-          La glorificación de Jesús: “ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en Él”.
Se trata de la misma glorificación que Jesús pidió al Padre en el capítulo 17, comenzando así la oración sacerdotal: “Padre, glorifica a tu Hijo”.
-          Luego añade: “hijos míos me queda poco tiempo de estar con vosotros”.
Lo que sigue lo presenta Jesús como su gran testamento y por eso lo llama “un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros”.
No olvidemos nunca que mientras no cumplamos este mandamiento, la gente no podrá reconocernos como discípulos de Jesús.
No podrán conocer a Jesús como Señor.
¿Cuándo estrenaremos de verdad y todos como comunidad este mandamiento?

José Ignacio Alemany Grau, obispo