30 de abril de 2015

V domingo de Pascua, ciclo B

FRUCTIFICAR EN EL AMOR

Hoy la liturgia continúa presentando la historia de la Iglesia primitiva, narrada por Lucas en los Hechos de los apóstoles.
*   Comienza presentándonos a Pablo llegando a Jerusalén y siendo un fuerte signo de contradicción.
Debió ser muy doloroso para él el ver cómo, por una parte sus hermanos judíos lo odiaban hasta buscar cómo darle muerte, y por otra parte la desconfianza de los discípulos de Jesús que recordaban las persecuciones del pasado.
El testimonio de Pablo que cuenta su propia conversión, su encuentro con Jesús y su predicación valiente en Damasco, hablando públicamente del nombre de Jesús a quien había perseguido, les hizo comprender la sinceridad de su conversión.
Durante un tiempo Pablo predica libremente en Jerusalén y discute con los judíos de lengua griega “que se propusieron suprimirlo”. Entonces los cristianos, para salvarle la vida, lo llevaron a Tarso.
San Lucas termina este párrafo de los Hechos diciéndonos cómo la Iglesia gozaba de paz en Judea, Galilea y Samaría.
Lo hermoso de aquella comunidad era la fidelidad al Señor y el fruto de esa fidelidad era multiplicarse debido a la presencia del Espíritu Santo.
La Iglesia es la misma hoy y ayer. La historia se repite con el paso de las personas. Tiene sabiduría el refrán que dice que “nadie escarmienta en cabeza ajena”.
Lo vemos en nuestro tiempo. Basta examinar el cambio que ha habido en la humanidad y en el Perú, en los últimos cincuenta o sesenta años. La mayoría ya no sabe nada del terrorismo y de la hambruna de los años noventa.
Lo que necesitamos todos, especialmente dentro de la Iglesia de Jesús, es la fidelidad y confiar tanto en el amor de Dios como en el de los hermanos.
*   El salmo responsorial nos invita a alabar a Dios:
“El Señor es mi alabanza en la gran asamblea”.
A continuación nos habla de la fidelidad, tanto la nuestra para con Dios, como la de Él para con nosotros:
“Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Volverán al Señor hasta de los confines del orbe…
Me hará vivir para Él. Mi descendencia le servirá. Contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor”.
*   La carta de San Juan nos hace ver cómo la primera comunidad amaba de verdad al Señor.
De todas maneras San Juan, ya anciano, tenía la experiencia de cómo los años se llevan mucho de nuestras promesas y fidelidad.
Por eso nos invita a todos a permanecer en el amor verdadero, que no consiste “en amar de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”.
El santo apóstol nos recuerda el mandamiento de siempre y que él repite continuamente, el amor:
“Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como Él nos mandó.
El que guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él”.
Para conocer si realmente estamos o no en el amor tenemos al Espíritu Santo con nosotros.
*   Versículo aleluyático.
La carta de Juan que acabamos de leer, terminaba: “quien guarda sus mandamientos permanece en Dios”. Y a continuación, decía: “en esto reconocemos que permanece en nosotros…”
Ahora el verso aleluyático nos repite el mismo verbo:
“Permaneced en mí  y yo en vosotros. El que permanece en mí da fruto abundante”.
En el Evangelio leeremos también siete veces, en este pequeño párrafo, el mismo verbo permanecer.
(Te invito a meditar el gozo del verbo permanecer: nosotros en Dios y Dios en nosotros).
*   El Evangelio nos presenta la hermosa alegoría (parábola continuada) sobre la vid y los sarmientos, es decir, el árbol y las ramas.
Jesús explica y aplica:
“Yo soy la vid… el Padre es el agricultor”. Y podríamos completar diciendo: el Espíritu Santo es la savia.
Así entendemos el amoroso papel del Espíritu Santo en la Trinidad y en la Iglesia.
El papel del Padre es: si das fruto te poda para que puedas dar más fruto todavía. Si no lo das, porque no quieres permanecer unido a Cristo, te arranca y termina echándote al fuego como hacen los campesinos.
Como decíamos antes el verbo permanecer que se repite, nos habla de la unión con Cristo por la fe y por el amor.
Sin Cristo no podemos hacer nada. Con Jesús la fecundidad está garantizada.
Todos necesitamos hacer fecunda nuestra vida. Cuando tenemos fe, entendemos que la verdadera fecundidad, la que permanece para siempre, consiste en permanecer en Jesús y con Él.
No es tanto la preparación (aunque hace falta), ni los estudios (que son buenos). Lo más importante es permanecer en la fe, el amor y la fidelidad de Jesucristo.
Otro detalle que debemos tener presente es cómo purifica la Palabra de Dios:
“Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado”.
Para Jesús lo importante es la gloria de su Padre y por eso nos dice también al final de esta hermosa alegoría:
“Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante y así seréis discípulos míos”.

José Ignacio Alemany Grau, obispo