5 de junio de 2014

Domingo de Pentecostés, Ciclo A

SE LLENARON TODOS DE ESPÍRITU SANTO
Los humanos tenemos siempre el peligro de quedarnos en lo externo.

Pero en el caso de Pentecostés, como en tantos otros, no es eso precisamente lo más importante.

Examinemos lo que pasó aquel día.

Ciertamente que hubo cosas externas fuertes y Dios las empleó para atraer a los habitantes de Jerusalén y a los forasteros que habían ido a la fiesta:

“De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Aparecieron lenguas como llamaradas que se repartían, posándose encima de cada uno… además empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”.

En este breve párrafo de los Hechos de los apóstoles he suprimido lo más importante, lo interior, lo profundo, la presencia invisible del Espíritu:

“Se llenaron todos de Espíritu Santo”.

El Señor hace las cosas de una manera maravillosa y así se sirve de lo externo para atraer hacia lo más profundo.

En efecto, la multitud de judíos devotos que habían peregrinado a Jerusalén, al oír el ruido acudieron en masa y es entonces cuando aprovecha Pedro para evangelizarlos.

Para nosotros esto es lo importante. Redescubrir cada día cómo el Espíritu Santo es la fuente de todo, tanto lo interno como lo externo.

¿Y qué hace, en concreto, el Espíritu Santo en nosotros?

San Pablo nos advierte hoy que es tan importante Él, que “nadie puede decir Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”.

Nos enseña también que hay multitud de dones en la Iglesia pero “es un mismo Espíritu” quien los produce.

“En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común”.

También a los romanos les escribió Pablo:

“Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud para recaer en el temor sino que habéis recibido un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos Abbá, Padre. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios”.

Ésta es, por tanto, la obra del Espíritu en cada uno. Y como todos formamos en Cristo un solo cuerpo, es Él quien crea la unidad entre todos y con Cristo, que es nuestra cabeza.

Piensa, una vez más, lo que has leído. El Espíritu Santo te asegura que tú eres hijo de Dios.

¿Qué más puedes desear?

El Evangelio, por su parte, nos recuerda la entrada de Jesús Resucitado el día de la Pascua en el cenáculo. Allí regala a los suyos el Espíritu que les había prometido en la última cena. En concreto se refiere a uno de los grandes regalos (sacramento de la penitencia) para la Iglesia:

“Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.

Después de estos pensamientos, meditemos el salmo responsorial en el que pedimos:

“Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra”.

A continuación, el salmo, nos invita a la alabanza: 

“Bendice alma mía al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!

Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas… Gloria a Dios para siempre”.

Hoy nos encontramos también con lo que llamamos una “secuencia” que es un poema que va desarrollando la enseñanza de la fiesta del día. La que hoy meditamos se refiere al Espíritu Santo, con estas palabras:

“Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo; Padre amoroso del pobre; Don en tus dones espléndido; Luz que penetra las almas; Fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce Huésped… entra en el fondo del alma Divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro… Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo… Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos”.

Reflexionemos, ahora, sobre el prefacio que nos presenta el misterio de Pentecostés con estas palabras dirigidas al Padre:

“Para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo. Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas”.

Terminemos pidiendo con la Iglesia, en la oración más importante de hoy, la colecta:

“Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.

La fe, en efecto, nos enseña que, siendo Dios como el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, hoy como ayer, puede repetir los prodigios necesarios para santificar su Iglesia… para santificarte a ti.

Pídele sus dones para que puedas servir mejor a la Iglesia.

Pídele también sus frutos para que te santifique a ti y te haga plenamente feliz.

José Ignacio Alemany Grau, obispo