20 de febrero de 2014

VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

¿QUE YO TENGO QUE SER PERFECTO?
Como no podemos pensar que Jesús, que nos quiere tanto, nos trate con ironía, quizá podemos pensar que aquel día Jesús estaba de buen humor y les dijo a los apóstoles “sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”.

- ¿Yo perfecto?

- ¿Y tú también?

Y no sólo eso, sino que además, dice: “perfectos como su Padre celestial es perfecto”.

O sea que Jesús te pide que te parezcas a Dios.

Bueno pues, así está en el Evangelio, según nuestro compañero de viaje de este ciclo A, san Mateo. 

Pero no es la única vez que aparece esta idea en la Biblia.

Más bien, nos lleva incluso a pensar en el mismísimo Abraham a quien Dios parece que le adelantó las palabras del Evangelio (Gn 17,2): 

“Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto”.

El Levítico nos pide también: 

“Porque yo soy el Señor, vuestro Dios; santificaos y sed santos pues yo soy santo” (11,44).

O ésta: “Sed santos porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo” (19,2).

O esta otra llamada a la santidad: 

“Sed para mí santos porque yo, el Señor, soy santo y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos” (20, 26).

Pero no queda eso ahí, ya que san Pedro (1P 15,16), recogiendo las palabras del Levítico, nos dice:

“Lo mismo que es Santo el que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: Seréis santos porque yo soy Santo”.

He querido recoger estos textos para ayudarte a entender mejor qué es lo que quiere Dios de cada uno de nosotros precisamente porque nos ama. 

Ya que estamos tratando este tema, te invito a leer el capítulo 5 del documento del Vaticano II, Lumen Gentium (42) y allí encontrarás algo que suena bastante fuerte y práctico:

“Quedan, pues, invitados y aún obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado”.

Y antes de seguir adelante, te aconsejo, según lo que acabas de leer que, si estás casado no pienses qué harías tú si fueras religioso y si eres religioso o sacerdote, no te ilusiones pensando qué harías si fueras laico. Cumple más bien lo que corresponde según tu propio estado de vida.

Pablo, por su parte, en la carta a los Corintios, nos invita a vivir santamente recordándonos que Dios va dentro de nosotros y ésa es nuestra fortaleza: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros”.

En cuanto al Evangelio de hoy tenemos también otras enseñanzas muy concretas que nos llevan a profundizar por dónde va la perfección del amor que nos pide Jesús mismo.

No nos pide que tengamos un poder infinito como el de Dios todopoderoso. Tampoco nos pide estar como Dios en todas partes o poseer una sabiduría infinita. Es algo mucho más simple.

Frente al “ojo por ojo” que se decía según la ley del Talión, Jesús propone “si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra…”

Frente al “amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo…” 

Jesús añade: Pero “yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos”.

Está bien claro que no se trata de saludar, ayudar y hacer el bien sólo a los amigos sino (¡y es la gran diferencia!) también a los enemigos. 

Ahí está claro lo que nos pide Jesús hoy para que imitemos a su Padre. 

Imitemos a Dios que da el agua y el sol a buenos y malos porque para Él todos son sus hijos. 

Esto es lo que, según san Pablo (Rm 5,8), hizo Dios por nosotros: “nos mostró su amor en que siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros”.

La muerte de Cristo es una manifestación inaudita del amor del Padre y del Hijo, que también san Pablo nos invita a meditar.

El salmo responsorial, por su parte, nos está recordando la misericordia infinita de Dios: “el Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”.

Y termina nuestro salmo (102) con estas bellísimas palabras: 

“Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”.
José Ignacio Alemany Grau, obispo