17 de octubre de 2013

XXIX Domingo del Tiempo ordinario, Ciclo C

LA ORACIÓN Y LA PALABRA
En este domingo podemos fijarnos en dos puntos distintos, pero en el fondo, conectados entre sí.

El primero se trata de la oración.

La lectura del Éxodo es clásica a la hora de hablar de la oración de intercesión. La victoria de Israel sobre Amalec no depende tanto del jefe militar de aquellos momentos, es decir de Josué, que peleaba en el campo de batalla, sino más bien de la intercesión que hacía Moisés en la cima del monte. Era una oración acompañada de penitencia. 

Así se lo dijo Moisés a Josué antes de que saliera a pelear: “mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano”.

El Éxodo presenta así la batalla: 

“Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas vencía Amalec, y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo para que se sentase; mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron sus brazos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su pueblo a filo de espada”.

Sabemos que la historia de Moisés con Israel fue una historia de intercesión sacrificada. Fue el caudillo fiel a Dios y a su pueblo y Dios lo escuchaba con predilección.

El salmo responsorial podría haber sido escrito después de esta victoria que nos cuenta el Éxodo porque realmente fue entonces cuando Israel pudo repetir: “el auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”.

Sabemos, sin embargo, que este salmo recoge la historia de Israel siempre.

Su geografía nos lo permite entender mejor.

Cuando la ciudad era atacada tenían que esperar a sus amigos, a sus aliados. Cuando los veían pasar por los montes lejanos bajando la llanura para subir a Jerusalén, comenzaba a crecer en ellos la esperanza de libertad y victoria.

De todas formas sabían muy bien que eran el pueblo de Dios y que el auxilio les venía directamente del autor del cielo y la tierra. Sabían, como nosotros debemos saberlo también para nuestra vida personal y comunitaria, que el Señor “no permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme. No duerme ni reposa el guardián de Israel”.

Como el pueblo escogido, medita siempre que “el Señor te guarda siempre, está a tu derecha; de día el sol no te hará daño ni la luna de noche… Él guarda tu alma”.

La misma idea de la oración que Dios escucha, nos la presenta Lucas en el Evangelio. Él presenta la parábola diciendo que Jesús la contó para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse: 

“Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres”.

(¡Qué pena que esta raza no haya desaparecido todavía!).

“En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: Hazme justicia frente a mi adversario”.

La descripción tanto del juez como de la vieja resulta muy simpática:

“Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia no vaya a acabar pegándome en la cara”.

Después de estas pinceladas es Jesucristo mismo quien saca la conclusión:

Si el juez inicuo hace lo que le pide la viuda, “¿Dios no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar”.

La segunda idea, que es de san Pablo a Timoteo, nos enseña que la Palabra de Dios que se nos ha explicado, y que quizá nosotros como Timoteo la hemos recibido desde pequeños, debe ser “una fuente de sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación”.

Para san Pablo la Palabra de Dios nos debe servir en todas las situaciones de nuestra vida de suerte que “estemos perfectamente equipados para toda obra buena”.

Por eso nos advierte que “toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, reprender, corregir, educar en la virtud”.

Precisamente por la importancia que tiene la Palabra y porque de ella depende la salvación de la humanidad, san Pablo tiene este bellísimo párrafo en el que invita a Timoteo a ser un predicador incansable:

“Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir”.

Así que, amigos, tengamos en cuenta estas palabras de la carta a los Hebreos que leemos en el verso aleluyático: “La Palabra de Dios es viva y eficaz; ella juzga los deseos e intenciones del corazón”. 

Recordemos siempre las dos lecciones de este domingo: 

Oremos sin desanimarnos y escuchemos y compartamos la Palabra de Dios.

José Ignacio Alemany Grau, obispo