16 de agosto de 2013

XX domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

LOS OJOS Y OÍDOS EN JESÚS

Los príncipes, contra la voluntad del rey, encerraron a Jeremías en un pozo lleno de lodo en el que se fue hundiendo poco a poco.

Ebedmelek intercede ante el rey, el cual manda sacar a Jeremías del aljibe “antes de que muera”. 

(Por cierto que a este extranjero, que se fío de Dios intercediendo por Jeremías, el Señor lo liberó de la muerte a mano de los invasores).

Esta dura escena nos presenta, una vez más, a una persona amordazada por decir la verdad. Las verdades que dice Jeremías no les gusta a los príncipes de Israel.

Es la historia de hoy y de siempre. Está claro que a los malos les estorban los buenos.

Siempre hay gente de buenos sentimientos y siempre hay gente que quiere acabar con los hombres de bien, porque a su conciencia podrida les estorban.

Pero por encima de todo está la providencia, como explica san Agustín: los malos también tienen una misión frente al Dios bueno que quiere la salvación de todos pero que nunca quita la libertad a nadie.

Por eso debemos tener en cuenta que los malos existen precisamente con el fin de que puedan convertirse y también para que a través de ellos, se vayan santificando más los justos.

De esta manera, el malo, o queda en el mal, o se convierte y el bueno se santifica con las pruebas que le hace pasar el malvado.

El salmo responsorial parece que lo ha rezado Jeremías desde la “charca fangosa” donde lo metieron aquellos despiadados que no querían aceptar el mensaje que Dios les daba a través del profeta: 

“Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa. Afianzó mis pasos sobre roca…”

El “justo”, pobre y desgraciado, confía en el Señor porque sólo Dios es su auxilio y su liberación.

La lectura de la Carta a los Hebreos nos pone a todos en una gran cancha deportiva donde hay mucho público y en la que es preciso correr para alcanzar la victoria.

Para competir se nos pide despojarnos de todo lo superfluo, especialmente del pecado que nos amarra, para “correr en la carrera que nos toca, sin retirarnos”.

Para llegar se nos pide correr con los ojos puestos en la meta y la meta es Cristo Jesús, que a su vez peleó “renunciando al gozo inmediato y soportó la cruz despreciando la ignominia y por eso mismo ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. 

Debemos, pues, correr con los ojos fijos en Cristo que nos invita a competir con ilusión. 

El Evangelio de Lucas tiene dos partes bien claras. 

En la primera nos hace ver que el Evangelio es fuego. El fuego del Espíritu que inquieta a la humanidad para completar la obra de Jesús, proclamando la salvación a todos los hombres.

Jesús nos revela lo que lleva en su corazón: “He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo”.

Sabe el Señor que para llegar al triunfo, Él mismo tiene que pasar por un bautismo de sangre que le cuesta mucho, pero conoce que ésa es su misión. Y Él nos invita también a todos nosotros a dejarnos transformar a través del sufrimiento.

Jesús es consciente de que este fuego, este bautismo de sangre, esta cruz, que Él va a cargar, y también cargarán sus discípulos, supone demasiado sacrificio para que lo acepten todos. 

De ahí viene la terrible división que se crea en el mundo por causa del Evangelio.

Hace poco veíamos en la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro, lo mismo que la anterior de Madrid, cómo aparecen siempre personas a quienes les estorba la luz de Cristo y su misión de paz.

Es que el Evangelio es noticia inquietante y noticia que divide.

En el fondo es algo muy serio, como lo demuestran de manera especial, los mártires en la historia de la Iglesia.

Si antes se nos dijo que debíamos tener los ojos fijos en Jesús, ahora el versículo aleluyático nos advierte que las ovejas de Jesús tienen los oídos atentos para escuchar su voz y seguirlo:

“Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen”.

No olvides, corre con los ojos y oídos puestos en Jesús.

José Ignacio Alemany Grau, obispo