10 de abril de 2013

III domingo de Pascua, Ciclo C

LA EXALTACIÓN DEL RESUCITADO 

A nosotros nos cuesta mucho delegar y sobre todo dejar a otros las cosas y personas que más amamos porque son el fruto de toda una vida. 

Por eso no es fácil entender cómo Jesucristo, el Buen Pastor, ha sido capaz de dejar su Iglesia a unos pescadores. 

Pero así fue, aunque siempre con el respaldo del Espíritu Santo. Éste es el gran secreto. 

Aquel día estaban los apóstoles reunidos y Pedro dijo: me voy a pescar. Ellos dijeron: nosotros también vamos contigo. Era preciso volver al trabajo para ganarse la vida. 

¡En toda la noche no cogieron ni un pejerrey! 

Al amanecer, el Resucitado se presentó en la orilla pero ellos no lo conocieron. Cuando le dijeron que no tenían nada, les aconsejó que echaran la red a la derecha de la barca y la pesca fue muy abundante. 

Jesús tenía preparadas unas brasas en la playa con un pescado puesto encima y pan, pero les pidió que trajeran peces de los que acababan de pescar. 

Pedro solo, “subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes. Ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red”. 

Evidentemente que estamos con números y ambiente simbólicos que se refieren a la Iglesia y al primado de Pedro: 

Los discípulos felices comparten el pan y el pescado con el Resucitado. 

Después Jesús llama aparte a Pedro, para que entienda que ahora va de veras lo que le dijo en Cesarea de Filipo. 

Por tres veces le pregunta si lo ama, como para purificar las negaciones y Jesús deja claro que está en pie la promesa de confiarle su Iglesia como lo había hecho antes de la resurrección. 

Nosotros preguntaríamos enseguida por qué Jesús, sabiendo cómo era, fue capaz de fiarse de Pedro, hasta el punto de confiarle su Iglesia, es decir, la obra que vino a hacer a este mundo y la causa de su encarnación, muerte y resurrección. 

Finalmente Jesús le profetiza a Pedro su futuro, como mártir, por ser fiel al Resucitado y a su Iglesia. El encuentro termina diciéndole: “sígueme”. Pedro siguió a Jesús hasta glorificar al Resucitado con su martirio. 
La primera lectura de hoy nos habla de cómo sufrieron persecuciones los apóstoles por ser fieles a Jesús Resucitado. Los maltrataron y les prohibieron hablar en nombre de Cristo. 

Pedro, en nombre de los otros, respondió: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” y aprovechó para evangelizar ahí mismo a los que los habían detenido, recordándoles cómo Dios resucitó a Jesucristo, a quien ellos mismos habían crucificado. Pedro y los suyos se presentaron como testigos de que Dios lo exaltó. 

Salieron felices por haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús y volvieron a evangelizar, porque por encima de todo, está el mandato de Dios. 

Así han hecho los mártires que está beatificando la Iglesia continuamente. 

Los mataron para que no predicaran y ahora, después de muertos, predican al mundo entero. Los conocían unos pocos y ahora los conoce todo el mundo. 

El Apocalipsis nos enseña que también en la Gloria todos alaban al “Cordero degollado y puesto en pie”, es decir muerto y resucitado: 

“Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Y los cuatro vivientes respondían: ¡Amén!” 

Y tú y yo repetimos en esta Pascua: “Amén”, ¡Alabado seas Jesucristo Resucitado! 

Es la alegría de la resurrección que nos repite el verso aleluyático: “Ha resucitado Cristo que creó todas las cosas y se compadeció del género humano”. 

Por eso mismo hemos repetido también felices: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”. 

Estas palabras proféticas, evidentemente, se refieren al Padre que resucitó a Jesús. 

Y nosotros las repetimos gozosos en nombre del Resucitado. 

Ésta es la alegría pascual: Jesús ha resucitado y vive entre nosotros. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo