7 de marzo de 2013

IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C

UN HIJO SIN CORAZÓN 

A veces puede ser interesante empezar la reflexión dominical al revés, para que no falte tiempo. 

Hagámoslo hoy: 

Un padre tenía un hijo mayor que volvía de trabajar en el campo. 

Se enteró de que había fiesta en la casa porque había regresado su hermano rebelde y se puso a renegar: 

“Yo no entro”. 

El padre salió a invitarlo dulcemente. Era un padre todo corazón. 

El hijo mayor (que al parecer no lo tenía) le soltó todo lo que llevaba dentro. 

“Mira, en tantos años que te sirvo”, se tenía por siervo y no por hijo y ésa era la razón de tanta amargura como llevaba dentro. 

“Sin desobedecer nunca una orden tuya”, tenía conciencia clara de que era el hombre bueno, el hombre perfecto que cumple todo a la letra (¡esa letra que mata!). 

“Y a mí nunca me has dado un cabrito”, para él vale más un cabrito que su hermano. 

“Para tener un banquete con mis amigos”, sus amigos, por supuesto, son los de fuera de casa. El padre y el hermano pequeño le interesan poco. 

“Y cuando ha venido ese hijo tuyo”, no lo considera su hermano, pero sabe que su padre ama al que se fue abandonando la familia, sencillamente porque es su hijo. 

“Que se ha comido tus bienes con malas mujeres”, para inventar sí tiene imaginación por lo visto. 

“Le matas el ternero”, el símbolo de la fiesta anual en una familia. 

Pero el padre, en cuyo corazón caben todos, le responde: 

“Hijo, tú siempre estás conmigo”. Como el padre es feliz con sus hijos, cree que puede estar seguro de que el mayor estará feliz con su padre y el hermano que ha vuelto. 

“Y todo lo mío es tuyo”. Pincelada de ternura de Jesús que pone, en el cariño de su hijo, el mismo amor de Dios Padre para con Él, ya que en la última cena le dijo las mismas palabras: 

“Y todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío”. 

“Pero debías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”. Creo que hay mucha materia para meditar quienes nos creemos los hermanos mayores y siempre fieles en la Iglesia de Jesús. 

En cuanto al pequeño, es tanta la grandeza del corazón de Dios que se nos ha hecho normal el esquema: 

Al pequeño le entra la rebeldía adolescente. Se va de casa. Malgasta todo lo que llevó. Se encuentra solo, sin trabajo, pobre, hambriento, sucio y roto… 

¿Dónde me acogerán así? 

¡Ah! ¡Mi padre! ¡Mi padre sí! ¡Yo sé que me aceptará! 

Aunque sea trabajaré un tiempo en la chacra… 

Comienza a caminar hacia la casa paterna. 

El padre lo esperaba cada día. Se lo “come a besos” y hace fiesta. 

Ni se acuerda de todo lo que le sufrió por el hijo malcriado. 

Así de grande es el corazón del padre de la parábola que representa a Dios. 

Y así somos también de sinvergüenza los hombres (¡!). 

Y también es cierto que así es el Padre misericordioso y por eso hoy todos, los hijos pequeños y los grandes, los que vivimos con Dios y sin Él, estamos invitados a repetir el versículo de meditación: 

“Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. 

En fin de cuentas la Iglesia repite con los salmos hace muchos cientos de años: 

“Gustad y ved qué bueno es el Señor”. 

San Pablo, por su parte, nos habla de reconciliación, de distintas maneras, en este día. 

Hoy los cristianos somos “criatura nueva. Ha comenzado algo nuevo y definitivo. Todo es regalo de Dios que nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo”. 

Por eso insiste el apóstol: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios”. 

Para esto es la cuaresma, amigos. 

En la primera lectura de hoy hemos leído un párrafo de Josué que recuerda el momento en que el pueblo de Dios llegó a la Tierra prometida. La misericordia de Dios lo llevó hasta allí y empieza una vida nueva, comiendo por primera vez el fruto de su trabajo, en la tierra que otra vez vuelve a ser suya porque allí se aposentó Abraham y de allí salió Jacob hacia Egipto. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo