2 de febrero de 2013

IV domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

LOS APLAUSOS TERMINARON EN INSULTOS 

Estamos acostumbrados a cantar en las iglesias estas palabras del profeta Jeremías: 
“Antes que te formaras dentro del seno de tu madre, antes que tú nacieras te conocía y te consagré para ser mi profeta…” 
También sabemos que estas palabras son del profeta Jeremías, que las recibió del Señor como una misión y consagración. 
Lo cantamos todos porque estamos convencidos de que el bautismo es un llamado amoroso de Dios que nos cuida y nos llama a compartir con Él el apostolado. 
Jeremías, como buen profeta, gozó y sufrió. 
Ante todo gozó con la fuerza y cercanía de Dios, y sufrió por los malos tratos que le dieron sus paisanos poco piadosos y poco fieles al Señor. 
Dios le advierte en las primeras páginas de su libro: “lucharán contra ti, pero no te podrán porque yo estoy contigo para librarte”. 
Por esto, el salmo responsorial nos recuerda: “A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre… líbrame y ponme a salvo”. 
Y todos repetiremos felices: “mi boca contará tu salvación, Señor”. 
Una palabra llama la atención en este salmo 70. Y es que el salmista llama a Dios “Roca”, “sé tú mi Roca de refugio”. 
La roca, por su firmeza, era para los judíos el símbolo de Dios al que podemos aferrarnos con toda seguridad. 
La roca era también el centro del templo de Jerusalén, roca que según la tradición fue el lugar sobre el que Abraham quiso sacrificar a su hijo. 
Ahora esta roca está dentro de una mezquita musulmana en el lugar que ocupaba el templo de Jerusalén. 
San Pablo, por su parte, continúa enseñándonos con la primera carta a los Corintios. 
Nos advierte que hay multitud de posibilidades y carismas: don de lenguas, don de profecía, y dar limosna, etc. Pero terminará diciéndonos que de todo eso no quedará nada si no se hace por amor. Y aprovecha para explicar las características del amor verdadero: paciente, afable, no tiene envidia, no presume, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, etc. 
El párrafo de hoy, que se une al de la semana anterior, termina advirtiendo que lo más importante es tener fe, esperanza y caridad y de ellas la virtud más importante es el amor. 
El Evangelio es más extraño de lo que parece a primera vista y tiene dos partes totalmente distintas. 
Comienza repitiendo el final del domingo anterior: 
“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. 
Y nos advierte el evangelista que la aprobación de la gente fue total: “todos expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”. 
Posiblemente fue ésta la primera reacción de sus paisanos en Nazaret. 
Pero el párrafo siguiente es totalmente distinto. Más tarde (no sabemos cuánto tiempo después) se fue creando un clima totalmente distinto. Y un buen día, llegó Jesús al pueblo y se burlaron de él diciendo despectivamente: “¿no es éste el hijo de José?”. 
Es claro que a Jesucristo debió dolerle esta reacción contra Él y expresó su dolor con estas palabras: 
“Sin duda me recitaréis aquel refrán: médico, cúrate a ti mismo”. 
A continuación Jesucristo trae varios textos del Antiguo Testamento en los cuales aparece la obra de Dios en Elías y en Eliseo que hacen grandes milagros, para gente de otros pueblos (la viuda de Sarepta y Naamán el sirio) y no para Israel que los despreció. 
Nos advierte san Lucas que todo esto los puso furiosos “y levantándose lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo”. 
Esta era la forma que utilizaban para apedrear a uno, despeñarlo y echar piedras sobre él. 
Jesús, sin embargo, “se abrió paso entre ellos y se alejaba”. 
De esta forma se quedaron sin Jesús, sin su mensaje y sin los milagros que hizo en otras partes. 
Es fácil adivinar que no fue el momento más feliz en la vida de Jesús. Pero sí fue un momento que trae una enseñanza especial para todos los evangelizadores. 
En el trabajo apostólico nos encontramos con mucha aceptación y aplausos, pero otras veces recibimos reproches, malos tratos y hasta pretenden acabar con nosotros. 
Son las dos facetas de la vida apostólica que siempre hemos de tener presentes. Así no nos preocuparemos si al evangelizar nos reciben con aplausos o con insultos y que tan fecunda puede ser para nosotros la primera como la segunda forma de recibir y acoger el Evangelio que anunciamos. 
Lo importante es que, como Jeremías, recordemos que el Señor nos dice: “Yo estoy contigo para librarte” y que lo más importante es mantener el amor que es lo único que pasará con nosotros a la eternidad. 

José Ignacio Alemany Grau, obispo