12 de abril de 2012

II Domingo de Pascua

DICHOSOS LOS QUE CREEMOS SIN HABER VISTO

Algunos llaman a Santo Tomás “Tomás el feo”.
Puede ser por dos motivos: uno, porque lo confunden con Santiago el de Alfeo y otro porque no creyó a los otros apóstoles habían visto a Jesús resucitado.
Sin embargo, es muy cierto que a nadie se le ocurre creer en la resurrección de uno,  muerto de verdad. Más bien suelen decir: “y bien muertito que estaba”.
Los fariseos le dijeron a Pilato apenas enterraron a Jesús:
Nos acordamos que cuando vivía aquel impostor (con ese nombre) dijo que resucitaría al tercer día. Hay que sellar el sepulcro y poner guardias para evitar que vengan los discípulos, roben el cadáver y digan después que ha resucitado de entre los muertos. Entonces el engaño sería peor.
Sin embargo, ellos mismos ayudaron para que el milagro fuera más conocido. Así suele suceder con Satanás y sus secuaces: cuando quieren apagar la luz de Dios no hacen más que atizar el fuego que ilumina.
Pilato les concedió lo que pedían, sellaron el sepulcro y quedaron los guardias custodiándolo.
Tampoco a Tomás se le ocurrió que fuera tan fácil que Cristo hubiera resucitado.
Él fue uno de tantos que repiten, más o menos, esa expresión popular: “ver para creer”.
Por eso se hizo el valiente y afirmó ante todos los discípulos que mientras no viera y tocara al Señor resucitado no creería.
Pero como lo de Jesús iba de veras, fue Él mismo quien se hizo presente, lo llamó y le invitó a tocar sus llagas y a revivir la fe.
Tomás, temblando de emoción, cayó al suelo e hizo una de las profesiones de fe más hermosas que conocemos y que repetimos con frecuencia: “Señor mío y Dios mío”.
La última frase de Jesús es, sin duda, una bendición para todos nosotros: “porque has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que crean sin haber visto”.
Entre esos benditos, sin duda, estamos nosotros que no hemos visto a Jesús resucitado pero creemos en Él.
Y creemos en su Divina Misericordia.
Y precisamente es en este día, octava de Pascua, cuando la divina providencia ha regalado a la humanidad ese don maravilloso que es la devoción a la Divina Misericordia.
Por lo demás, la misma liturgia de hoy parece que ya estaba providencialmente preparada para recibir esa fiesta en la octava de Pascua.
En efecto, la primera oración (colecta) comienza así:
“Dios de misericordia infinita que reanimas la fe de tu pueblo… para que aprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido”.
La segunda lectura de San Juan nos recuerda también esta misma verdad: “Éste es el que vino con agua y con sangre. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio porque el Espíritu es la verdad”.
El bautismo está reflejado, como sabemos, en el agua que brota del corazón del Señor de la Divina Misericordia y la eucaristía el rojo de su sangre.
El salmo responsorial nos invita a agradecer esto mismo: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”.
Por lo demás, la aparición de Jesús a Tomás es evidentemente un rasgo de la misericordia del Buen Pastor que no podía resignarse a perder una de sus ovejas.
Nuestra humanidad tan necesitada de amor y misericordia en medio de un mundo inmisericorde necesita hoy más que nunca de esa bondad del Señor.
Es preciso creer en ella. Vivir consecuentemente, fiándonos de Dios.
Y es preciso que prediquemos a todos que en Dios hay “misericordia abundante.
Para eso es esta fiesta a la que Juan Pablo II dio tanta importancia y Dios le recompensó concediéndole morir en las primeras vísperas.
Para completar, los Hechos de los apóstoles hoy nos dicen que los primeros cristianos vivían de tal manera que tenían “un solo corazón y una sola alma” y todo esto era fruto de la misericordia de Cristo muerto y resucitado que los congregó en torno a su corazón.

José Ignacio Alemany Grau, obispo