16 de junio de 2011

LA SANTÍSIMA TRINIDAD, CICLO A

EL MAYOR MISTERIO CRISTIANO
Celebramos en este día el misterio más grande del cristianismo.
No faltan personas que digan que no saben nada de la Santísima Trinidad e incluso, cuando se pregunta en los grupos no falta quien diga que ni se acuerda de la Santísima Trinidad ni sabe nada de ella.
Sin embargo, todos ellos se santiguan diariamente más de una vez, repitiendo unas palabras que por sí mismas, ponen en manos de Dios todo lo que ellos hacen en el día:
“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Hoy celebramos este gran misterio. La primera de todas nuestras verdades de fe: que hay un solo Dios y en Él tres Personas distintas.
Comencemos recordando la bella oración del día:
“Dios Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa”.
Profundizando estas palabras, podrás vivir mejor esta gran fiesta litúrgica.
La primera lectura está tomada del Éxodo. Moisés sube al monte Sinaí, llevando dos tablas de piedra, como le había pedido Dios.
Entonces el Señor bajó en la nube y se quedó con él. Moisés tuvo la suerte de escuchar cómo Dios se definía a sí mismo. Una definición que nos llena de esperanza:
“Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”.
Este es nuestro Dios. El único Señor.
El salmo responsorial, por su parte, no puede hacer otra cosa que glorificar al Señor, al Dios de nuestros padres, al único Señor. Por eso repite: “Gloria, alabanza, bendito…”.
San Pablo enseña a los corintios estas palabras que son el saludo más frecuente del sacerdote al comienzo de la santa misa:
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.
En el Evangelio leemos la prueba más grande del amor de Dios para con la humanidad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”.
Con esta entrega, queda claro lo que Dios busca al darnos a su Hijo: la salvación.
Por otro lado, en la antífona de comunión, san Pablo recuerda a los gálatas: “como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!”. Así descubrimos la bondad infinita del Padre que nos envío su Hijo y su Espíritu Santo.
La meditación más completa, sin embargo, y la que mejor centra la fe en la Santísima Trinidad la encontramos en el prefacio. Leamos y reflexionemos:
“Dios todopoderoso y eterno… que con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona sino tres Personas en una sola naturaleza”.
No se nos manda entender sino aceptar el gran misterio. El único Dios, creador de cuanto existe, no es una persona solitaria o aburrida, sino que es una Trinidad feliz que comparte la única naturaleza, como decimos en el catecismo: Un solo Dios y tres Personas distintas.
“Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción”.
Es importantísimo, por tanto, que entendamos que las características y perfecciones que tiene el Padre son exactamente iguales a las de las otras dos Personas. No hay distinción ni diferencia ninguna entre ellas.
“De modo que al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad”.
Esta última parte del prefacio nos repite una vez más la esencia de nuestra fe: hay un solo Dios y esta única naturaleza la poseen por igual las tres divinas Personas.
Lo más bello del misterio trinitario, para nosotros, es que las tres Personas habitan por la gracia en nuestro interior… “vendremos a él y moraremos en él”.
Terminemos, pues, repitiendo:
“Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

José Ignacio Alemany Grau, Obispo